En la Argentina se tilda de cruel y extremista lo que, en los rincones más avanzados del mundo, no es más que el funcionamiento normal de una economía. Recuperar el sentido común se ha revelado como un acto verdaderamente revolucionario No debemos aceptar que, en materia económica, sea considerado cruel, o extremista aspirar a cuentas públicas equilibradas, cambio libre y estabilidad de precios. ¿Desde cuándo lo ejemplar era gastar todos los años más de lo que se tenía, convivir con casi tantos tipos de peso como provincias y tolerar una inflación que nos comparaba con Venezuela o Zimbabue?
Fueron tales los niveles de descontrol de las décadas perdidas, que en la Argentina se tilda de cruel y extremista lo que, en los rincones más avanzados del mundo, no es más que el funcionamiento normal de una economía. Esas décadas cegaron de tal forma a tantos argentinos, que recuperar el sentido común se ha revelado como un acto verdaderamente revolucionario.
No debemos aceptar que, en materia económica, sea considerado cruel, o extremista aspirar a cuentas públicas equilibradas, cambio libre y estabilidad de precios. ¿Desde cuándo lo ejemplar era gastar todos los años más de lo que se tenía, convivir con casi tantos tipos de peso como provincias y tolerar una inflación que nos comparaba con Venezuela o Zimbabue?
Del mismo modo, lo verdaderamente anormal, lo extremista, lo inaceptable, era sostener con impuestos y emisión monetaria un Estado que castraba nuestro potencial, completamente capturado por intereses particulares -por no decir corruptos- y alejado de las prioridades y dramas reales de los argentinos. La transformación en curso no es ningún «ajuste salvaje», como algunos repiten por costumbre o por amnesia, sino simplemente devolver al Estado su misión original: servir al país y no a los militantes de turno.
Nada tiene, ni debería tener, de cruel o extremista exigir que ese Estado cumpla al menos con tres mínimos: no comprometer a las futuras generaciones con déficits crónicos, garantizar el orden público y estar orientado hacia el crecimiento económico, porque sólo así se genera riqueza y se mejoran los salarios.
Lo contrario sería aceptar la costumbre de la impunidad, entronizar el privilegio sin fundamento, transformar la administración pública en una beca para comisarios políticos; sería, en definitiva, procrastinar un país donde el riesgo se castigaba y los atajos se premiaban.
Tampoco debería parecer cruel o extremista que un gobierno oriente su política exterior según estos mismos principios: la defensa de las democracias liberales y la apertura de mercados para la Argentina. Esa debe ser la prioridad, muy por encima de la gestión de puestos y ascensos diplomáticos.
Nada tiene de extravagante esperar que la acción exterior se traduzca en progreso interno: ya sea al asegurar respaldo en las negociaciones con el FMI, facilitar la inversión extranjera o reclamar con firmeza la liberación de los cuatro argentinos secuestrados por terroristas en Gaza o exigir la libertad del gendarme Nahuel Gallo injustamente encarcelado por el régimen de Maduro en Venezuela.
Y el reconocimiento internacional de este giro es tal, que el principal favorito para convertirse en el próximo secretario general de las Naciones Unidas es, hoy, un argentino, el diplomático Rafael Grossi, actual director general del OIEA.
Por último, lo que una vez más es objetivamente anormal es ver a dos expresidentes sentados en el banquillo de los acusados -uno de ellos incluso bajo arresto domiciliario- en cumplimiento de una condena y el otro por sospechas de haber cometido delitos contra el Estado. Seguir apoyando ciegamente sus ideas fracasadas, seguir alimentando sus clientelas, seguir creyendo en sus promesas de buenos servidores del pueblo: eso sí es ser cruel y extremista y paradójico.